Por Enrique Bernales Ballesteros, Jurista
La universidad nació en Occidente como una comunidad de maestros y estudiantes unidos por la vocación del conocimiento. La autonomía, que es intrínseca a la libertad del pensamiento, fue uno de los pilares de su desarrollo histórico y del respeto que siempre acompañó su presencia.
Pero fue en América Latina, a partir del movimiento universitario de Córdoba de 1918, que la autonomía se convierte en principio y garantía de la vida universitaria. No es fácil para el pensamiento conservador entender este criterio y por qué la autonomía es un concepto esencial de la universidad y una prenda de identidad que profesores y estudiantes están dispuestos a defender al precio que sea.
Es que la autonomía surgió para recuperar una institución anquilosada, incapaz de investigar la realidad y de proporcionar a nuestros países profesionales y políticos bien formados y comprometidos. La universidad de comienzos del siglo XX era mediocre, dependiente de los gobiernos oligárquicos e incapaz de asumir un punto de vista propio ante las arremetidas de las dictaduras y del conservadurismo intolerante. La reforma se pronunció así por una universidad crítica, independiente y abierta a la modernidad.
Desde entonces, la autonomía es inherente a la vida universitaria y, al mismo tiempo, una garantía del saber libre, la búsqueda de la verdad y de una racionalidad sin cortapisas ni limitaciones. Mientras que la autonomía es, en la experiencia universitaria cotidiana, el disfrute de la libertad y la tolerancia, para quienes pretenden limitarla ella es el obstáculo a remover para imponer el pensamiento único y la persecución de toda idea o conducta que se oponga al dogmatismo que históricamente caracteriza ese tipo de pensamiento.
En el Perú, el reconocimiento a la autonomía de la universidad data de los años 1920, 1928 y 1931. El apagón autoritario entre 1933 y 1945 la suprimió; reapareció con el gobierno de Bustamante. Con Odría vino otro cierre y años más tarde sufrió restricciones durante el fujimorato. En general, la autonomía floreció con la democracia y fue eliminada cuando las dictaduras y sus aliados ultramontanos combatieron la secularización de la sociedad peruana.
Pero fue con la Constitución de 1979 que la autonomía universitaria alcanzó estatus constitucional, criterio que felizmente ha mantenido la de 1993. Ella, en su artículo 18, “garantiza la libertad de cátedra y rechaza la intolerancia”. Define la universidad como “comunidad de profesores, alumnos y graduados”. Sostiene, asimismo, que “cada universidad es autónoma en su régimen normativo, de gobierno, académico, administrativo y económico. Las universidades se rigen por sus propios estatutos, en el marco de la Constitución y de las leyes”.
Es definitivo que la base legal de la institucionalidad universitaria en el Perú es la Constitución y que las leyes de la materia desarrollan los preceptos que ella establece. Ninguna universidad puede existir al margen de este marco jurídico ni introducir normas contrarias a lo que la Constitución y las leyes disponen sobre la autonomía. Por lo mismo es antijurídico pretender que la universidad tenga capacidad para adoptar normas, de la naturaleza y origen que sean, que pretendan imponer una concepción propia que en sus efectos neutralice la libertad de cátedra e interfiera en las garantías autonómicas y democráticas establecidas en los estatutos de cada universidad.
La Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), a través de su asamblea, ha reiterado recientemente su identidad católica y su condición de universidad, que siendo privada, goza también del carácter de “nacional”, rigiéndose por la Constitución, las leyes peruanas y sus estatutos. Nada de esto la pone en controversia con la Iglesia, antes bien, refuerza el espíritu cristiano que la ilumina y su respeto por el Estado de derecho en el Perú.
Publicado en El Comercio, el 27 de setiembre del 2011.